domingo, 15 de diciembre de 2013


Escribir como quien sale a la calle a buscar belleza, sin saber si la va a encontrar pero con la mirada puesta en ella.
 
Separarme de la chimenea, salir a la puerta de la casa y en lugar de calle y coches, la puerta dé al campo de noche, cuando la humedad y el vaho se confunden y, a estas alturas del año, sólo el arroyo suena: no el viento, no los pájaros nocturnos. Ni siquiera las cabras nómadas cargadas de esquilas sosegadas.
 
El frío hace en la cara lo que aquel tío de la infancia que pellizcaba los cachetes antes de darnos la moneda de veinte duros.
 
El frío son los veinte duros de plata en la mano.
 
Escribo sobre la tierra mis pasos y descubro a la luz de la luna la escarcha sobre los narcisos: nada puede ser más blanco.
 
Aspiro un perfume helado que imagino más que siento. Mis pasos se detienen como quien suelta la pluma para mirar al techo: ¿qué puede ser más blanco que un Narciso a la luz de la luna? ¿La nieve? ¿La escarcha que lo cubre? ¿Qué puede haber más blanco que cerrar los ojos e imaginar y recordar a la vez ese blanco?

Qué cálidos son los bolsillos. Las manos aún conservan vivo el calor. Huelen a leña.
 
La vereda es un renglón no muy atinado que se oscurece a la sombra de los chopos. Chorrea la hierba sin que se le caiga una sola gota. Transfiere a la bota que la toca un agua espesa que aún no se ha helado ni lo hará ya.

La sombra misma chorrea sin gotear y la tierra y la carne se embeben de la misma sustancia. Nado más que ando. Camino como un buzo sin escafandra por el fondo del mar respirando una mezcla de agua y aire. Mis pasos escriben y olvidan. La vereda es siempre papel en blanco.

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